El sombrero pesa más que la cabeza.
Teclas, banderas, versos, notas.
Botellas, viajes, sueños, pantallas.
Frases, refranes, sillas, lámparas.
Corcheas, graves, sábanas, gestos.
El misterio dura más que la certeza.
Si buscan lo que han soñado, le ayudamos a encontrarlo.
El sombrero pesa más que la cabeza.
El misterio dura más que la certeza.




La ignorancia genera confianza más frecuentemente que el conocimiento. Son los que saben poco, y no los que saben más, quienes afirman tan positivamente que este o aquel problema nunca serán resueltos por la Ciencia.
Ya me han contado hasta ocho, por Charles Bukowski
Una vez más decido sentarme ante una partitura. Azul, en este caso. Clave de sol, clave de fa. Elección previa e ineludible al comienzo de toda sinfonía. Requisito necesario para la correcta comprensión del pentagrama y sus signos. Ahora, las notas deben fluir. Corcheas, blancas, negras, semicorcheas, negras, blancas. Do, do, mi, mi, sol, sol, mi, fa, fa, re, si, si, sol, do, do, mi, mi, sol, sol, mi, fa, re, si, sol, do, mi, do. El sonido escrito. La composición se dibuja mediante letras irreales que reflejan la verdad sonora. El efecto supera la causa. Si así no lo fuera, la evolución sería un absurdo. De todos modos, aún siendo sordo, Ludwig van Beethoven compuso la novena sinfonía. El día de su estreno, escuchó sin oír. El contenido empírico, el timbre diáfano de la realidad ya estaba en su mente. Y si durante toda su vida no hubiera percibido el más nimio sonido...
| 35 ª jornada | 04.05.2008 | Zaragoza-Deportivo |

It followed from the special theory of relativity that mass and energy are both but different manifestations of the same thing -- a somewhat unfamiliar conception for the average mind. Furthermore, the equation E is equal to m c-squared, in which energy is put equal to mass, multiplied by the square of the velocity of light, showed that very small amounts of mass may be converted into a very large amount of energy and vice versa. The mass and energy were in fact equivalent, according to the formula mentioned above. This was demonstrated by Cockcroft and Walton in 1932, experimentally.
Y deja que el flujo variable de corrientes atmosféricas inunde mi esfera, aparentemente azul, en busca de claros. En busca de cielos claros, lúcidos, abarrotados de rayos de recuerdos, caricias, sonrisas.
Los sonidos brotaban con dificultad de entre sus entrañas. Sus gastadas cuerdas vocales encharcadas de whiskys, cohibidas por el humo de las mañanas sin compañía e intoxicadas de pasión, evocaban más bien a un pequeño piano de cola en el que una sola mano presionaba las teclas para concebir una armoniosa, simple y breve gran melodía. O eso creía yo cuando me sentaba a escucharle. Parco en palabras, exagerado en cuentos, relatos, historias, vida.
Cosas tan apetecibles como «Facto Delafé y las Flores Azules», practicantes de un rap que se parece más al pop indie ñoño, pero que se crece con una poéticas urbana de lo mínimo existencial posmoderno. No sé si me explico, pero logra poner los pelos de punta rozando el ridículo. Rara virtud.
Me resultaba curioso observar aquel tablero de ajedrez. La partida se desarrollaba casi exculsivamente en el interior de las mentes de los jugadores. Los movimientos eran escasos. O, al menos, los movimientos perceptibles. Yo, espectador desde una posición no muy privilegiada, conocía el juego. Los caballos, los alfiles, los peones, paseaban, caminaban y corrían p0r la cabecita de los contendientes tal y como mi imaginación suponía. Pero, otro elemento fulminante intervenía: el tiempo. El tiempo omnipotente, omnipresente, omnisciente. Él tenía el control. Él decidiría quién sería el vencedor. O si se pactarían tablas.
Y con esto cumplirás con tu cristiana profesión, aconsejando bien a quien mal te quiere, y yo quedaré satisfecho y ufano de haber sido el primero que gozó el fruto de sus escritos enteramente, como deseaba, pues no ha sido otro mi deseo que poner en aborrecimiento de los hombres las fingidas y disparatadas historias de los libros de caballerías, que, por las de mi verdadero don Quijote, van ya tropezando, y han de caer del todo, sin duda alguna. Vale. Fin.
Se me hace tarea imposible conseguir averiguar las pretensiones de las letras caprichosas al momento que me despierto y deslizo mi cuerpo volátil a través de los rayos de la mañana. ¿Por qué ese sonido y no otro? ¿Por qué ahí y no aquí? ¿Por qué encima y no debajo? El fin explica el principio; concluyo al tiempo que reposo mi mente lastrada de aromas temporales tras un buen espresso italiano. Cuestión de objetos.

Se permite jugar a la pelota siempre y cuando el esférico no dañe los escaparates cercanos, los transeúntes no sean molestados, no se produzcan alteraciones en el tráfico y los jugadores no acaben a la gresca pudiendo despertar al vecino dormido.

Cuando escucho a Wagner durante más de media hora, me entran ganas de invadir Polonia.
Desconozco si la temperatura era el motivo, o la tos inexpresiva, o la voz cambiante, o la pesadez extrema; pero en aquellos días en los que me sentía enfermo, mi cabeza realizaba giros de un mayor número de grados. Teorizaba y la nostalgia invadía mi frágil y a la vez torpe cuerpo. Aquellos chicos que hablaban de los gráficos de no sé que juego, o de lo que les había dicho la chica de los pantalones de campana, inspiraban en mí un sentimiento ciertamente incomprensible. Sabía que estaba frente a dos buenas personas. Sus miradas los delataban. Pero poseían algo que los convertía en dos nobles reflejos de un despropósito cariñoso. A la vez, mis ojos, mi boca, mis gestos, reflejaban culpabilidad. No comprendía por qué afloraban en mí cual mala hierba curativa esas teorías acerca de la personalidad ajena. De todos modos, no acabé ahí. Luego llegó el grande. Una gran persona; en físico, en corazón, en interés. Grande a pesar de no ser capaz de comprender porqué una fuerza centrípeta es una fuerza central, de no ser capaz de atisbar como dos niñatos se burlan de él. Grande precisamente por eso. Su desmedida pasión por el fútbol, convertía los fines de semana en un cúmulo de alegrías y despropósitos, pero sobre todo, hacía que sábados y domingos se igualaran en una ecuación perfecta con la ilusión. La ilusión con la que llevaba consigo su pequeña radio; Carrusel sintonizado; goles aquí y allá. La ilusión con la que vivía. Yo, pobre de mí, sentado frente a él, casi llegué a creerme más afortunado. ¿Más dichoso? Mentira. Me equivocaba. Fiebres de compasión, fiebres puras, fiebres de grandeza, fiebres de mercurio.|
|