domingo, 9 de diciembre de 2007

Fiebres

Desconozco si la temperatura era el motivo, o la tos inexpresiva, o la voz cambiante, o la pesadez extrema; pero en aquellos días en los que me sentía enfermo, mi cabeza realizaba giros de un mayor número de grados. Teorizaba y la nostalgia invadía mi frágil y a la vez torpe cuerpo. Aquellos chicos que hablaban de los gráficos de no sé que juego, o de lo que les había dicho la chica de los pantalones de campana, inspiraban en mí un sentimiento ciertamente incomprensible. Sabía que estaba frente a dos buenas personas. Sus miradas los delataban. Pero poseían algo que los convertía en dos nobles reflejos de un despropósito cariñoso. A la vez, mis ojos, mi boca, mis gestos, reflejaban culpabilidad. No comprendía por qué afloraban en mí cual mala hierba curativa esas teorías acerca de la personalidad ajena. De todos modos, no acabé ahí. Luego llegó el grande. Una gran persona; en físico, en corazón, en interés. Grande a pesar de no ser capaz de comprender porqué una fuerza centrípeta es una fuerza central, de no ser capaz de atisbar como dos niñatos se burlan de él. Grande precisamente por eso. Su desmedida pasión por el fútbol, convertía los fines de semana en un cúmulo de alegrías y despropósitos, pero sobre todo, hacía que sábados y domingos se igualaran en una ecuación perfecta con la ilusión. La ilusión con la que llevaba consigo su pequeña radio; Carrusel sintonizado; goles aquí y allá. La ilusión con la que vivía. Yo, pobre de mí, sentado frente a él, casi llegué a creerme más afortunado. ¿Más dichoso? Mentira. Me equivocaba. Fiebres de compasión, fiebres puras, fiebres de grandeza, fiebres de mercurio.
Todo sucedió en un tren.

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